En ocasiones, solo a veces, extraño, añoro, recuerdo y no entiendo porque hoy debo hablarle a la pared, compartirle mi gran primer éxito en esta nueva aventura… ¿por qué esta vez le hablo a la pared? porque en esa pared colgué un espejo, y a la imagen que está en ese espejo (a la que, cuando aparece, tanto miedo le tengo) es a quien debo dominar a punta de golpes, certeros, de éxitos y fracasos, pero, sobre todo, de honestidad. Hoy no hay nadie, solo yo… y no necesito más nada que compartirme, parar, darme cuenta y hacerme cargo de aquí hacia adelante.
Soy el agua, susurro sin voz,
corro por venas de piedra y tiempo,
me quiebro en el filo de la roca,
y aun así, sigo, sin lamento.
Soy el río que abraza la tierra,
el charco que guarda el cielo roto,
la gota que cae, callada, terca,
en el silencio donde todo es devoto.
Me estanco, me pudro, me pierdo,
en vasijas de carne y hastío,
pero el fracaso no es mi dueño,
mi corriente no muere en el frío.
Soy tormenta, soy calma, soy peso,
me adapto, me rompo, resisto.
En cada grieta, en cada hueso,
el agua fluye, porque existo.
Soy como el agua, o al menos eso creía. Fluía, me adaptaba, llenaba los huecos de la vida con una calma engañosa, esquivando obstáculos sin romperme, sin mirar atrás. Pero ahora, atrapado en esta vasija de carne y espíritu, me he estancado. El agua quieta se pudre, y yo me pudro. Los viernes son el peor veneno: encerrado en mi cama, en un cuarto que apesta a inmovilidad, el silencio me aplasta como una losa. La ciudad, que antes era mi corriente, mi pulso, ahora es un eco lejano que me recuerda todo lo que he perdido. No hay movimiento, no hay vida. Solo yo, solo, aislado, enfrentando el fracaso de ser nada más que un charco estéril.
Salir no tiene sentido. No hay placer en arrastrarme por calles que ya no me reconocen, en buscar una chispa que no enciende. El encierro no es solo físico; es una cárcel del alma, un recordatorio brutal de que no soy agua, no soy libre. Soy un hombre que se ahoga en su propia quietud, un fracasado que extraña el torrente de la vida, pero no encuentra la fuerza para romper la vasija. Todo me pesa: la soledad, el tiempo, la inutilidad de mis propios pensamientos.
Y sin embargo, en esta miseria, el estoicismo me clava sus garras. No hay escapatoria en la autocompasión, no hay redención en lamentar lo que no controlo. El fracaso es mi maestro, no mi verdugo. Acepto el encierro, no porque lo desee, sino porque es lo que hay. Acepto la cama, el silencio, la ciudad que me escupe. No me place, no me complace, pero lo enfrento. Respiro hondo, aprieto los dientes y me digo que el agua no pregunta por qué fluye; simplemente lo hace. Si estoy roto, que así sea. Si estoy quieto, que así sea. Pero no me rindo. Cada viernes, cada maldito viernes, me levanto de la cama, aunque sea en espíritu, y me recuerdo que el dolor es solo un río más que debo cruzar.
Y si, sin embargo, ¡aún me muevo!

